Invisible Man, traducido por Rachel Stafford
No hay nada que hacer este sábado en Lacombe. Queremos ver una película. Es el otoño de 1999 y el cine más cercano queda a media hora, en Red Deer, en la provincia canadiense de Alberta.
Como siempre, vamos en un coche prestado. Terry conduce. Él es blanco. Llegamos al estacionamiento y leemos la cartelera iluminada en el lado norte del edificio. Como siempre pasa, no hay nada que valga la pena.
–«Vamos al cine barato. Así por lo menos no tiramos el dinero en una película de mierda».
–«¿Quieren caminar?»
–«Sí, caminemos».
El otro cine no queda lejos. Pasamos charlando y bromeando por el estacionamiento para cortar camino. Una pareja de personas mayores pasa a nuestro lado. Son blancos. Nos miran fijamente. Puede que nunca hayan visto a tantos negros juntos. Alguien de nosotros dice bromeando que seguramente habrán llamado a la Policía.
Tres minutos después llega la Policía. Las luces rojas y azules se reflejan sobre los vidrios y los ladrillos de alrededor. La sirena de la policía rompe el silencio. Llegan en tres coches patrulla. Nosotros solo somos cuatro personas, tres negros y un blanco. Uno de los coches es para trasladar detenidos. Lo conduce el único policía negro de Red Deer. Por lo visto, no somos los únicos que no tienen nada mejor que hacer este sábado.
Salen de los coches con el motor aún en marcha. Detenemos el coche. No hay nada que temer, no hemos hecho nada. Estamos rodeados; dos coches en frente y uno detrás.
–«Identificación, por favor», dice uno de los policías blancos.
Sacamos las carteras y le doy mi certificado de nacimiento.
–«¿Qué están haciendo aquí muchachos?»
–«Vamos al cine».
–«El cine está ahí detrás», dijo el policía.
–«Vamos al cine barato».
–«Cruzaron por el estacionamiento caminando?», nos preguntó.
–«Sí».
–«Hemos recibido una llamada informándonos de que unos muchachos que coinciden con su descripción están forzando coches».
–«Nosotros no hemos forzado ningún coche».
–«¿Entonces solo estaban caminando por el estacionamiento y no han tocado ningún coche?», preguntó el policía negro.
–«Sí», contestamos.
–«Yo me encargo de esto», le dijo el policía blanco.
–«¿De dónde son?», nos preguntó.
–«De Scarborough», contestó James.
–«Y tú?»
–«Yo soy de Vancouver», dijo Phil cortésmente.
–«Y tú?»
–«Yo vivo en Lacombe», dije yo.
–«Bueno, eso es lo que dice la identificación. ¿Pero de dónde son ustedes?»
Ese ustedes puede parecer una palabra inocente pero sonó fría.
–«De Sri Lanka».
–«Yo soy filipino».
–«¿Y tú?», me pregunta.
Me quedo callado, mirando al suelo. La luz de una farola se refleja en su pistola enfundada. Levanto la mirada lentamente y lo miro a sus ojos metálicos.
–«Soy ciudadano canadiense».
–«No, ¿dónde naciste?», replica.
Los dientes del policía brillan en medio de su cara roja. Me da esa falsa sonrisa afectuosa que ya he visto antes y que esconde otras intenciones.
–«Nací en Canadá», digo señalando el certificado mientras hablo.
–«Entonces, de dónde son tus padres?»
–«Mi padre es italiano y mi madre es de Sri Lanka, pero los dos son también ciudadanos canadienses».
–«Otro de Sri Lanka», murmura por lo bajo mientras apunta algo en su libreta.
–«Mira», continúa diciendo el policía blanco, «No tenemos pruebas de que hayan hecho algo, y además han cooperado. Pero vamos a archivar sus datos».
Ningún policía, blanco o negro, ha mirado siquiera a nuestro amigo blanco.
–«No se metan en problemas mientras estén en Red Deer».
–«Sí, señor. Muchas gracias». Ya se nos han quitado las ganas de ir al cine.
Pongo el certificado de nacimiento en la cartera y seguimos nuestro camino. El sol del ocaso proyecta mi perfil sobre una ventana oscura. Pero no lo veo. Tengo la cabeza agachada y miro al suelo. A los dieciocho años empiezo a entender lo que significa ser negro.