Publicado primero en la edición noviembre/diciembre de 2023 de la Organización Obrera, el órgano de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA).
Hace 40 años terminaba la última dictadura y se abría un proceso electoral con el que se inauguró el período democrático más largo de la historia argentina. En ese contexto se hizo famosa la frase de Alfonsín [Dr. Raúl Alfonsín fue el primer presidente después la dictadura militar termino en 1983], durante la campaña, que afirmaba que con la democracia “se come, se educa y se cura”. La afirmación jugaba al menos a dos bandas. Por un lado, buscaba desarmar la idea de que el país no era viable sin la intervención militar; por otra parte, buscaba capturar la representación de la social democracia y de la justicia social. Esa consigna, junto con el uso inteligente del preámbulo de la constitución, fue uno de los pilares de la campaña con la que el radicalismo ganó las elecciones.
Es indudable que la apertura democrática fue una transformación importante. Sin embargo, el impacto ideológico de la dictadura corrió el eje de la conflictividad social al punto de enmascarar la radicalidad de los proyectos sociales y políticos, y consolidó la subordinación del movimiento obrero a los conflictos internos de la burguesía.
Desde 1983 el capitalismo democrático nunca estuvo cuestionado. Más allá de los primeros tiempos en los que la estructura de poder de la dictadura tenía todavía la capacidad de desestabilizar políticamente el gobierno de Alfonsín, luego de los juicios y del progresivo desmantelamiento de la capacidad política de las fuerzas armadas, las aventuras del modelo económico que había impuesto la dictadura se tramitó dentro de una democracia promovida por la nueva estrategia geopolítica de Estados Unidos, a partir de las directivas establecidas en el llamado consenso de Washington.
En este contexto la apertura del mercado capitalista acabó por consolidar su dominio global en lo que se nombró, hacia la década de los 90, como globalización. La globalización no fue otra cosa que la apertura de los mercados internacionales para que los negocios de los países centrales no tuvieran dificultades para insertarse en los países llamados “en vías de desarrollo”.
En Argentina las doctrinas del consenso de Washington se desplegaron con tal severidad que acabó en una destrucción de la economía local hacia fines de la década del 90, y acompañó la decadencia de la representación política que, habiendo abandonado las máximas trascendentes de las décadas anteriores, no consiguió más que arruinar la vida económica de la población local, y rifar la infraestructura propia para pagar los gastos de la semi-dolarización de la tristemente famosa convertibilidad.
Lo cierto es que en los últimos 40 años la promesa de bienestar económico y social promovido por una democracia capitalista socialdemócrata primero, y neoliberal después, falló rotundamente. Ante su propio fracaso, el discurso monolítico de la autojustificación democrática consiguió arruinar su propia legitimidad. Hoy vemos cómo la tentación de una ruptura del orden social, político y económico tiene la capacidad de canalizar la inevitable frustración de la población ante lo que se percibe como un sistema fallido. Y vemos también lo grave que resulta intentar salir de una mala situación de manera reaccionaria, abrazándonos, ante la zozobra, a cualquier cosa que parezca flotar. Desde el punto de vista electoral, lo que tenemos delante es un salvavidas de plomo.
La propaganda democrática recurrió de forma reiterada a la amenaza del caos. Siempre se nos dijo que la democracia no es un sistema perfecto, pero es el menos malo de los sistemas conocidos. Siendo imposible defender la democracia capitalista por sus propias virtudes, siempre se la justificó con la amenaza del horror de la dictadura o del caos de la anarquía. Esta manipulación dogmática, que no hizo otra cosa más que barrer bajo la alfombra y patear para después, acabó legitimando a sus antagonistas. Hoy tenemos delante una construcción híbrida, la invención de un cóctel hecho de la evocación del caos y de la dictadura como salida frente al chamuyo crónico de la democracia liberal. Y la contraparte es precisamente ese chamuyo: un gobierno opositor de sí mismo que promete cambiar todo lo que están haciendo mal haciendo lo mismo.
El desempeño electoral de MIlei es expresión del auge de un sector de liberales radicalizados que se hacen llamar libertarios, libertarianos o anarcocapitalistas. Esto responde a tres cuestiones principales: 1- la militancia sostenida de gente comprometida con esas ideas, 2- la funcionalidad de esas ideas ante la crisis estructural del capitalismo y de la democracia representativa, y 3- las barbaridades que hacen, han hecho y siguen haciendo los representantes del pueblo.
La imagen del anarcocapitalismo se construye sobre una serie de ideas, algunas de las cuales son francamente insostenibles, y otras no tanto. Pero las ilusiones políticas no piden solidez argumental sino imágenes elocuentes de un futuro promisorio, aunque sea inverosímil. Si acaso tal ilusión no se consigue, al menos se conseguirá la ilusión de que la venganza nos libere de la frustración.
No hay que subestimar el peso de esa frustración. La representación política se hizo añicos a finales del siglo pasado, y hoy queda tan sólo una caricatura derruida, el payaso triste de lo que alguna vez quiso venderse como una fiesta democrática. Lo que nos queda es la desilusión que se proyecta sobre un espacio vacío de liderazgo, como un berrinche destructivo que no mide consecuencias.
Pero eso no es lo único que hay en el anarcocapitalismo. También hay una historia, un cierto espesor teórico y hay ideas-fuerza que merecen discusión. Entre ellas quiero destacar tres: 1- la idea de que la propiedad privada es legítima, 2- la idea de que el Estado es el responsable de todos los males de la sociedad y 3- la idea de que la anarquía es tan sólo un prefijo que se usa en oposición al Estado. Estos fundamentos ideológicos del discurso anarcocapitalista son los que lo vuelven funcional ante la crisis contemporánea porque tienen la extraña virtud de ofrecer una radicalidad revolucionaria capaz de canalizar la frustración y, a la vez, la renovada ilusión de que este sistema por fin funcione. No se trata del latiguillo de “cambiar todo para que nada cambie”, sino de cambiar ciertas cosas estructurales para que se cumplan por fin las promesas del capitalismo.
En esto consiste la trampa del anarcocapitalismo: no se trata en sí mismo de una mentira, por más que su discurso esté repleto de falacias, sino de la falsa ilusión de que matando al carcelero saldremos de la cárcel.
Por qué la anarquía no es solamente la negación del Estado
Si bien la burguesía, a través de sus recursos políticos y la toma del poder, consolidó en la Francia del siglo XVIII sus premisas y organizó políticamente los tiempos venideros, fue la masa de trabajadores, en su mayoría campesinos, la que llevó adelante las acciones revolucionarias que sacudieron el antiguo régimen e instalaron proclamas y debates que fueron luego diluidos, cuando no olvidados, por el poder revolucionario.
Una de las proclamas que surgieron de ese proceso, o, mejor dicho, que promovieron ese proceso, era la abolición de la propiedad sobre las tierras. El antiguo régimen estaba conformado por un sistema de tres órdenes: la nobleza, el clero y lo demás. Ese “demás”, lo sobrante, recibía en esos tiempos el nombre de tercer estado. El origen de esta estructura está relacionado con el sistema de producción feudal que consiste básicamente en que la nobleza, única propietaria de la tierra, cobraba a los campesinos por el uso de la misma en la forma de una parte de su producto, a cambio, principalmente, de la provisión de seguridad.
El campesinado tenía muy claro que ese derecho de propiedad era el punto de fuerza del problema social, y algunos campesinos comenzaron a reclamar la abolición de la propiedad y la puesta en común de los bienes, comenzando por la tierra.
La cuestión de la propiedad no apareció únicamente como demanda proletaria. También la naciente burguesía puso foco en la propiedad que era ya, para muchos, el punto nodal de la cuestión. Tanto es así que muchos intelectuales y todo el arco del pensamiento político de la ilustración, tenían claro que el debate acerca de la propiedad era el articulador de las nuevas discusiones políticas, Pero a la burguesía no le interesaba la abolición de la propiedad sino más bien la universalidad del acceso a ella, lo cual queda consignado en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.
En todo caso, la propiedad había ocupado el lugar de elemento organizador del principio social. Si la propiedad explicaba el orden social, sea del tipo que fuere, la abolición de la propiedad implicaba el desorden. Así es como la burguesía en ascenso se opone a la idea de la abolición de la propiedad y la rechaza de plano. No tardará, en esa misma reacción, en tachar de anarquistas a quienes la promueven, porque para ellos negar la propiedad era negar el orden social y promover el caos.
Por eso Proudhon, socialista francés nacido en 1809, publicará en 1840 un texto en el que discute radicalmente la propiedad como elemento organizador de la sociedad, y se reivindica en ese mismo texto como anarquista.
Proudhon nunca cuestionó la propiedad en sí misma sino su función en el orden social tanto del antiguo régimen como del nuevo. Ese texto, Qué es la propiedad, inaugura la aventura del pensamiento hacia un socialismo científico que pueda explicar, en el código de las novísimas ciencias sociales, la forma correcta de ordenar la sociedad. En ese contexto la relación entre el orden económico y el orden político era de una determinación absoluta. Para Proudhon son dos caras de la misma moneda. Por eso es que la idea de anarquía como negación de todo gobierno central, es decir, como negación del Estado, aparece indisolublemente ligada a la idea de negación de la propiedad como institución reguladora del orden social y legitimación de la renta.
La renta, es decir, la ganancia que se obtiene no del trabajo sino de la propiedad de la tierra o de los bienes de capital, es lo que está en el fondo de la discusión acerca de la propiedad porque es lo que habilita la desigualdad de las relaciones económicas, tanto en aquella época como en la nuestra. Por más ilusión de futurismo que estemos viviendo, ese principio, arcaico como el que más, sigue siendo nuclear.
El término anarquismo como identificador de un pensamiento político que niega las virtudes del centralismo estatal y del principio autoritario, ligado por lo tanto a los valores libertarios, siguió su propio derrotero. Fue luego, en el contexto de la primera internacional y en sus consecuentes líneas ideológicas, que acabó ocupando su sitio actual, como el nombre de un movimiento social y político siempre ligado a la abolición de la propiedad privada, abonando la idea de que las instituciones políticas y las económicas son dos caras de una misma moneda. Incluso cuando la relación entre ambas no se haya definido de manera causal y determinada son, cuanto menos, dos expresiones del principio de autoridad y fuentes de injusticia.
Es importante notar el error en el que muchos historiadores han incurrido. Con la intención de explicar que la negación de la autoridad ha sido desde siempre una idea presente de forma espontánea en las sociedades humanas, se ha dejado suponer que el anarquismo puede reducirse a ese principio antiautoritario. Sin embargo, por más que el anarquismo beba de ese afluente, es una configuración muy específica del principio libertario en el contexto general del pensamiento moderno, nacido de la relación de reciprocidad entre economía y política [1], con una historia propia y una digna singularidad.
Cuando en el contexto del pensamiento aparece una palabra nueva es preciso considerar que, muy probablemente, esa palabra aparezca para salvar la necesidad de nombrar algo lo suficientemente singular que no encuentre otra palabra que pueda nombrarlo con suficiencia. Anarquismo no es sinónimo de principio libertario ni de negación de toda autoridad: es el nombre de un movimiento social y político específico nacido a la luz de las críticas del socialismo contra la propiedad y, por lo tanto, contra el capitalismo y el Estado.
Por qué es importante insistir en la abolición de la propiedad
La propiedad es una institución del derecho que regula la relación entre una persona y una cosa. A semejanza del sentido que la palabra propiedad tiene en física, donde una propiedad de un objeto es algo que lo caracteriza y lo constituye, la propiedad se ha convertido, en cierto modo, en un atributo de la persona.
La Real Academia Española define mal la propiedad diciendo que es del “Derecho o facultad de poseer alguien algo y poder disponer de ello dentro de los límites legales”. Eso sería, claramente, derecho de posesión y uso, pero no de propiedad. Propiedad no es sinónimo de posesión, ni de uso o disposición. Lo que caracteriza realmente a la propiedad es el derecho de prohibición sobre terceros de la posesión o del uso de un bien que no se posee ni se necesita.
Si se tratara de negar a otro el uso de un bien que se posee, el derecho de posesión sería suficiente. ¿Por qué alguien podría reclamar para sí un bien que es poseído por otro? Quizás por necesidad, se me dirá. Sería el caso en que la necesidad del segundo sea considerada como más imperiosa que la necesidad del primero. En tal caso obraría el derecho de necesidad y el bien pasaría legalmente de uno a otro. Pero, ¿por qué impedirle a alguien un bien que no se posee ni se necesita? ¿Cuál es el derecho que habilita, por ejemplo, a un propietario de dos viviendas a desalojar a alguien que se ha instalado en una de ellas con el único propósito de cubrir sus necesidades habitacionales?
Bien, esto es claro. La propiedad es el derecho de prohibirle a otro la posesión o el uso de un bien que no se necesita ni se posee. Luego, el propietario puede suspender esa prohibición más o menos a su antojo, y habilitar el uso de ese bien de forma provisoria o temporal a cambio de una retribución. Esta es la forma en la que la propiedad, institución del derecho, habilita la renta, institución de la economía.
Puede decirse lo que se quiera, pero con esto alcanza para entender la propiedad y sus consecuencias económicas.
En el ejemplo de la vivienda estamos considerando la necesidad de consumo de una persona respecto de un bien (en este caso la vivienda). Si bien la persona no “consume” la vivienda en sentido estricto, porque la vivienda no se agota con el uso como sí lo haría un alimento, desde el punto de vista económico se lo considera consumo porque la acción de habitar la vivienda está relacionada con la satisfacción de una necesidad o de un deseo.
Otro sería el caso en que la vivienda se usara como taller. En este caso, al usarse la vivienda para la producción se incorporaría al proceso productivo como capital.
Si consideramos ahora la propiedad sobre los bienes de capital, es decir, sobre todas las cosas disponibles que sirven para producir otras cosas, vemos prontamente que la renta se obtiene como retribución por la suspensión circunstancial de la prohibición de uso por parte del propietario. Así, el beneficio que resulte de la actividad productiva se repartirá entre quienes trabajen y quienes suspendan circunstancialmente la prohibición de usar los bienes de capital. Insisto en que esa prohibición no se debe a que esos bienes estén siendo usados, ni tampoco a que sean necesarios para algo más urgente, sino simplemente a que el capitalista está vinculado a ellos por la relación de propiedad.
Capitalismo es el nombre del sistema económico que beneficia a los propietarios del capital por encima de los trabajadores en el reparto de la riqueza social.
Puede decirse lo que se quiera, pero con esto alcanza para entender el capitalismo.
Es importante considerar que la renta sobre el capital no se obtiene principalmente del alquiler de los medios de producción, sino más bien de la apropiación del proceso productivo y del producto. Además, en una economía monetaria, la riqueza es representada por el dinero. Por lo tanto, cuando hablamos de capitalistas no hablamos solamente de los dueños de las máquinas, sino también de quienes disponen del dinero para activar el proceso productivo y pagar la fuerza de trabajo necesaria para la producción.
Lo que hacen los capitalistas al apropiarse del proceso productivo es guardar para sí el beneficio de la actividad económica, es decir, lo que se obtiene por la disposición colectiva y organizada de la capacidad de producción.
Se entenderá mejor con el siguiente ejemplo: dos pioneros consiguen un terreno y los materiales para construir sus dos viviendas. Tienen dos opciones: se organizan entre ambos para construir juntos las dos viviendas o cada uno construye la suya. Resulta evidente que lo más productivo será reunir el esfuerzo organizándose entre ambos.
Lo que llamamos productividad es la optimización de la relación costo-beneficio. Trabajando conjuntamente y bien organizados nuestros pioneros obtendrán dos viviendas mejor terminadas, con menos esfuerzo y en menos tiempo. Conseguirán, incluso, hacer cosas que en soledad hubieran sido imposibles. Y conseguirán también mejor rendimiento de materiales, porque aprovecharán mejor los excedentes.
Los pioneros pensaban dedicar un año cada uno a la construcción de sus viviendas, pero trabajando en conjunto han logrado terminar todo el proceso en un solo año. A simple vista pareciera que han tardado lo mismo, pero han tardado la mitad porque la ecuación no es individual, sino colectiva. Para celebrar han decidido usar el resto de los materiales y un mes de trabajo adicional en la construcción de una plaza de pueblo [2], como símbolo de una nueva comunidad.
Capitalismo es el nombre del mecanismo por el cual alguno de ellos se apropia de la plaza en nombre de la renta.
La producción económica es necesariamente social. Para que la economía funcione se ponen en común infinitos factores que se agrupan en tres conjuntos: tierra, capital y trabajo. Pero cuando decimos tierra decimos no solamente el terreno, sino también las materias primas y el ambiente natural. Y cuando decimos capital decimos también infraestructura urbana, redes comerciales, administración financiera, crédito, etc. Y cuando decimos trabajo decimos también oficios, conocimiento adquirido, capacitación, creatividad, etc.
La producción económica es resultado de la asociatividad humana contemporánea y a lo largo de la historia. La creación y la invención, la acumulación de información y el desarrollo técnico, tecnológico y de infraestructura son algunos de los aspectos que ponen de relieve la dimensión histórica del hecho económico. Y esto confluye en la imposibilidad de establecer la magnitud de una supuesta retribución justa de los factores de producción, es decir, la magnitud justa de la retribución del trabajo necesario para que todo eso exista.
La renta es la institución económica que resulta de que lo común sea apropiado, lo cual es a todas luces injusto porque habilita una desigualdad estructural en las relaciones económicas. La propiedad debe ser abolida porque la renta es injusta, y esa injusticia se observa no solamente en la desigualdad estructural de las relaciones económicas, sino en la desigualdad radical de la distribución de la riqueza en un mundo que aumenta exponencialmente la concentración de la riqueza al tiempo en que multiplica la pobreza y exclusión social.
La trampa del anarco-capitalismo
Con todo lo anterior es claro que la proposición de algo que se llame anarco-capitalismo es una contradicción en términos. Y es algo todavía peor: es una trampa que promete la ilusión de una libertad individual generalizada en un contexto de desarrollo económico que jamás podrá existir sino a costa de la exclusión estructural de la mayoría de la población.
En las películas de guerra casi siempre nos identificamos con los protagonistas. Vemos cómo se matan en combate miles de figuras que no llegan a ser ni siquiera personajes secundarios, y nos ponemos nerviosos por la suerte de nuestro soldado Ryan o de su heroico rescatador. Lamentablemente los procesos electorales y los mecanismos de identificación política operan con la misma lógica espectacular.
El individualismo que promueve la competencia entre ciudadanos para el desarrollo de la economía fascina por sus casos de éxito, pero no fascina tanto cuando se ven los otros casos. Detrás de las fantasías del espectáculo liberal hay una construcción de sentido que afianza firmemente el proyecto individualista. Se trata de un modelo de sociedad en el que lo común desaparece y es reemplazado por una multiplicación de acciones siempre individuales. Es la consecuencia inevitable de una concepción moderna del individuo como verdad en última instancia de la condición humana.
Uno de los eslóganes de campaña que se repitieron en los últimos meses dice: “Una Argentina distinta es imposible con los mismos de siempre”. Con ese título se publicó, incluso, un artículo firmado por Milei en el diario La Nación en el mes de Junio.
Esa frase personaliza la cuestión. El problema ya no es el Estado, sino los mismos de siempre. Y esto es sintomático, porque es en realidad la forma en la que el individualismo mira el mundo. Sólo hay acciones individuales.
Desde la perspectiva individualista lo común no existe como tal, sino como expresión de las interacciones entre individuos. No hay un espacio de sentido, no hay una vincularidad estructural que vaya más allá del intercambio entre dos partes. Esta cuestión que puede parecer muy abstracta es fundamental porque una de las consecuencias más determinantes del discurso anacrocapitalista es la desaparición de lo común y el impacto destructivo que esto tiene en la vida social, es decir, en nuestra vida cotidiana.
En esto es preciso señalar que muchas expresiones del anarquismo, trabándose en una cruzada en contra del autoritarismo, han repetido el error conceptual del estatismo cuando identifica lo común con el Estado. Y en esa trabazón habilita también la dificultad estructural de atender lo común sin dar lugar al autoritarismo.
Esta interpretación del comunismo es histórica y se justifica en las reivindicaciones autoritarias de quienes han defendido al comunismo hasta finales del siglo XIX. Pero los comunistas, los socialistas que abogaban por la abolición de la propiedad y la igualdad de fortunas, eran precisamente quienes fueron tachados de anarquistas en la Francia revolucionaria de 1789.
Para el comunismo autoritario lo común se expresa en una autoridad central que administra la vida social poniendo énfasis en lo público y subordinando la vida individual a la colectiva de forma imperativa. Es una perspectiva contraria a cualquier expresión libertaria y que arruina por lo tanto lo igualitario en manos de lo igualizante. Contra este comunismo autoritario protestó Proudhon, y ante él ofreció su formulación del mutualismo.
El mutualismo proudhoniano es una construcción que busca eludir el autoritarismo centralista del Estado moderno y, a su vez, eludir las injusticias del individualismo capitalista. Pone acento en la reciprocidad que concibe como una expresión universal de la justicia. Ese modelo falla, entre otras cosas, porque no aborda lo común sino como una sumatoria, a pesar de contener una conceptualización clara del plusvalor como efecto de la organización del trabajo [3].
Pero el anarcocapitalismo ni siquiera intenta llegar hasta ahí. Lo que propone es liberar las fuerzas del mercado en la idea dogmática que supone que el comportamiento económico de las sociedades tiene visos de naturalidad. El liberalismo radical que se nombra como anarcocapitalismo supone que dejar que las fuerzas del mercado se liberen acabará optimizando los procesos económicos, hallando un equilibrio análogo al del agua cuando encuentra su nivel de superficie.
Con esto se ve que el fondo de la cuestión, la desigualdad económica, efecto del derecho de propiedad en tanto régimen ordenador de la vida social, cómplice del centralismo político del Estado en la configuración de la sociedad moderna, queda completamente intacta y, lo que es peor, potenciada, llevada a su extremo y elevada al orden de las leyes naturales. Es la creencia de que la cárcel del capitalismo no existe, sino que el encierro se debe únicamente a la intervención del guardia, y así se forja la ilusión de que nos libraremos de ese encierro con sólo matar al carcelero.
En el caso de Milei y los liberales extremistas vernáculos, la fantasía sube un escalón al participar del proceso electoral con la intención de gobernar. Simplemente promueven la destrucción del Estado desde el mismo Estado, como si se tratara de una parodia de la dictadura del proletariado, sin proletariado. Sólo hay dos opciones: o piensan que el problema, en definitiva, no es el Estado sino los administradores; o se creen capaces de sustraerse a las condiciones estructurales y conseguir lo que afirman que es imposible: hallar justicia a través del Estado.
Si el problema con el Estado es que están los mismos de siempre, es claro que el problema no es el Estado. Pero si el problema es la casta, es claro que ellos quieren ser parte del problema.
Milei habla de la casta en el sentido en que los revolucionarios franceses hablaban de la nobleza usando esa expresión. La idea de casta viene de la sociedad india. Se trata de estamentos (las castas) de una estructura inamovible que distribuye de manera perpetua y fija los derechos, aspiraciones y deberes de los distintos sectores de esa sociedad.
En un texto muy trascendente de la revolución francesa, escrito por Sieyès, el autor pone lo siguiente:
«Ante todo, no es posible ubicar a la casta de la nobleza en ninguno de los componentes fundamentales de una nación.»
Y de la palabra casta saca una llamada al pie con el siguiente comentario:
«Tal es el término adecuado, pues designa una clase de personas que, sin funciones ni utilidad alguna y por el sólo hecho de su existencia, gozan de privilegios vinculados a su persona. Desde este punto de vista no hay sino una casta privilegiada: la nobleza. Esta constituye ciertamente un pueblo aparte, pero un pueblo falso que, no pudiendo en defecto de órganos útiles existir por sí mismo, se fija a una nación del mismo modo que esos tumores vegetales que viven de la savia de las plantas a las cuales parasitan y, finalmente, desecan.» [4]
Póngase políticos donde dice nobleza y el sentido será el mismo. No me atrevo a decir que Milei piense en esto cuando dice lo que dice, pero sí estoy convencido de que el sentido épico que adquiere su lucha contra la casta está versado en esta misma sintonía, con la acusación de improductividad de un sector perpetuo de la sociedad que se reproduce endogámicamente y se sirve del esfuerzo productivo del pueblo (lo que Sieyès llama nación).
Ésta es la impostura revolucionaria de Milei: destronar el poder de una casta parásita en nombre de quienes producen riqueza. Sin embargo, según Milei, los que producen riqueza no son los trabajadores, ni es la sociedad, sino únicamente los capitalistas, y la libertad consiste en la multiplicación al infinito de la propiedad y no de su abolición. Detrás de su cruzada contra el Estado el anarcocapitalismo esconde una cruzada en contra de lo común, en la concepción de una sociedad basada en la diferencia y en la competencia insolidaria entre individuos.
Pero esto no es todo: si se analizan las consecuencias de estos discursos debe considerarse que el anarcocapitalismo acaba legitimando al estatismo porque confluye con él en la identificación de lo común con el Estado. Si aceptáramos que esa identidad es cierta, quienes reivindicamos lo común deberíamos aceptar el centralismo estatista. Y esto es, precisamente, lo que pretende la propaganda peronista.
La existencia de Milei era la única chance que podía tener un personaje como Massa para volverse competitivo a nivel electoral, siendo ministro de economía en una de las peores crisis del país (que no es poco) y en uno de los peores gobiernos desde 1983 (que tampoco es poco). Quizás eso explique por qué su nacimiento a la vida pública se haya dado a través de un grupo económico muy ligado al ministro, la corporación América, o que haya sido el massismo, su archienemigo hiperrival, quien le completara las listas de gobierno.
La trampa del anarcocapitalismo, entonces, es doble. Por un lado, promete un bienestar imposible para los trabajadores a través de la ilusión de la prosperidad individual. Por otro, reafirma, a través de un individualismo extremo, la falsa identificación de lo común con el Estado.
Los trabajadores debemos comprender que la necesaria abolición del Estado es inseparable de la necesaria abolición del capitalismo y de la propiedad. Sin una, la otra es una trampa. En otras palabras, mientras haya un sistema de producción capitalista, la promesa de una democracia en la que se coma, se eduque y se cure seguirá siendo, como mucho, un eslogan de campaña.
Notas al pie
[1] Intento aquí describir al anarquismo y no necesariamente expresar mi propio pensamiento acerca de estas cuestiones
[2] Esta plaza representa el plus que se obtiene como resultado de organizar colectivamente las tareas productivas, en comparación con no haberlas organizado y hacer cada quien lo suyo. Es, en ese sentido, un plus-producto (un producto adicional) o, para usar una expresión muy habitual, un plusvalor: éste es el origen de la famosa plusvalía.
[3] Véase La capacidad política de la clase obrera, Pierre-Joseph Proudhon, 1865
[4] ¿Qué es el Tercer Estado? Emmanuel-Joseph Sieyès, París 1789
La Federación Obrera Regional Argentina (F.O.R.A.) es una federación que nuclea a organizaciones de trabajadoras y trabajadores de la región argentina desde los inicios del siglo XX hasta la actualidad. Fundada en 1901 con el nombre de F.O.A. (Federación Obrera Argentina), como unificación de todas las organizaciones obreras del país en una misma federación, se constituyó en la primera federación sindical de la región. FORA está adherida a la Confederación Internacional del Trabajo (C.I.T.).