Que sea honrada la pereza

Por: Joseph Grim FeinbergHallelujah, I'm a bum

Si es verdad que el trabajo ennoblece, ¿Entonces porqué los nobles hacían hasta lo imposible para no trabajar? A lo mejor sabían algo sobre la nobleza de que sus seguidores burgueses se olvidaron.

Los primeros revolucionarios burgueses, con los puños levantados, amenazaron a los aristócratas parásitos: “aquel que no trabaje, que no coma.” Los primeros revolucionarios proletarios se apropiaron de la misma moral, cambiando su objeto. Notaron que ni los burgueses no realizaban trabajo muy productivo, puesto que su actividad económica primaria consistía en decir a otros que trabajaran. El valor asociado al trabajo era signo del valor de los trabajadores y del vacío moral de sus empleadores. Los socialdemócratas de Austria-Hungría captaron bien este espíritu en su “Canto del trabajo” (con un texto del poeta-grabador Josef Zapf):

 

Que suena el canto de la novia exaltada

De la humanidad ya casada

Con el hombre antes que naciera.

Todo lo que haya en esta tierra,

Brotó de este pacto.

¡Que el trabajo sea honrado!

¡Que el trabajo sea honrado!

 

Se descubrió sin embargo una complicación. Si es honrado trabajar, ¿Qué ha de pensar de sí una persona que no tenga este honor, es decir, que no tenga trabajo?

En el año 1908 hubo un conflicto dentro de los Trabajadores Industriales del Mundo. Una fracción fue liderada en ese entonces por el organizador tenaz y entusiasta Daniel De Leon, quien estaba convencido de que el movimiento sindical necesitaba ante todo disciplina y duro trabajo, a lo que están acostumbrados sobre todo los empleados de las fábricas y minas más grandes, más eficaces y por lo tanto más terribles. Otra fracción era constituida por obreros del oeste salvaje quienes trabajaban por lo general temporalmente y que después de cada estación migraban a trabajar en otro lugar. Cuando el congreso general del sindicato en Chicago daba a lugar, justamente ellos estaban estos sin trabajo. Por lo que hicieron virtud no del trabajo sino de la necesidad.

Aprovechaban sus vacaciones obligadas para viajar – por supuesto, gratis en vagones de carga – al congreso. Por el camino entonaban una canción que más tarde llegaría a convertirse en su himno (del segundo  movimiento de  trabajadores, o en este caso digamos los no muy trabajadores). Cantaban a través de la bulla del tren que con vapor y humo cruzaba las llanuras desiertas, rumbo a la metrópoli:

 

¡Aleluya, soy vagabundo!

¡Aleluya, vagabundo otra vez!

¡Aleluya, danos limosna,

Para resucitarnos otra vez!

 

El destino del obrero es no solamente bregar para que vivan los parásitos ricos, sino también volverse después parásito él mismo. El obrero combina en una sola clase los peores atributos de la burguesía con los peores atributos de la aristocracia. O tal vez sus mejores atributos. Depende de tu punto de vista. El auto esclavismo con la holgazanería, o bien el gusto a crear con el gusto a descansar. Bueno, se dijeron los obreros vagabundos, si tenemos que ser parásitos, que lo hagamos por lo menos bien y, según el modelo de los nobles, que seamos orgullosos de serlo.

Algún tiempo después, en la época de entreguerras, un vagabundo comunista checo llamado Géza Včelička consideraría su condición de manera parecida, y así volcaría el valor del trabajo en su tierra anteriormente austríaca. Llamó a los no-trabajadores de todos los países al perpetuo no-trabajar:

 

¡Hola, errantes y piratas, hola viejos lobos con el rostro desgastado!

¡Hola, almas perseguidas por deseo, hola eterno proletariado!

 

Decía: la vida los manda a errar; ¡Que con corazón aventurero saquen placer y sabiduría de todos los rincones de esa vida!

Pero ¿Qué pasaría si no tuviéramos que errar para buscar trabajo? ¿Qué si hubiera bastante trabajo para todos? Por fines del siglo diecinueve había mucha gente que hablaba del fin del desempleo y del “derecho a trabajar.” Pero como sugirió en 1880 Paul Lafargue (teórico marxista y yerno de Carlos Marx), ¿No sería aún más importante que el derecho al trabajo “el derecho a la pereza”? El trabajador puede bien enorgullecerse del gran sacrificio que hace cuando, a precio de destrozar su propio cuerpo y espíritu, produce la riqueza y la belleza del mundo moderno. Pero no puede alegrarse mucho del hecho de haberse destrozado.

Quizás debería el trabajador ser más noble que su trabajo. Quizás debería aprender de los nobles y de vez en cuando rechazar el trabajo con soberbia y altivez. Y jactarse, como haría después el cantautor y sindicalista errante T-Bone Slim, de la cantidad de empleos que, como antiguos amantes, dejó (“y por la mañana ya estuve millas lejos del trabajo de que me marché”).

Que la pereza sea honrada.

Que la pereza sea honrada.

 

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