Graeme M.
Se trata del trabajo. O sea, del trabajo malísimo y precario, siempre ganando por debajo del mínimo después de pagar las cuotas del sindicato (era miembro de CUPE, el Sindicato Canadiense de Empleados Públicos, y de UFCW, el Sindicato de Trabajadores de Alimentación y Comercio). Por ejemplo, CUPE funciona como cualquier empresa, aunque con un discurso diferente. Siempre hablan de justicia social y de las dificultades de la vida de la clase trabajadora, pero no dudan en descontar sus cuotas de los sueldos de personas que ganan justo el mínimo, dejándolos aún más pobres y sin ninguna representación laboral. Es una organización increíblemente hipócrita. De igual manera que las grandes empresas, solo protege los intereses de sus burócratas profesionales y deja a sus afiliados de base en condiciones muy precarias.
En este contexto, con todo el estrés, la preocupación por el dinero y trabajando hasta las 23:00 para volver a las 6:00 del día siguiente, viene la depresión. Empieza lentamente, durmiendo mucho o muy poco, con el aislamiento, sin hablar con nadie… y al final acabo faltando al trabajo. Después de una semana sin salir de casa vuelvo al trabajo, limpiando un centro comunitario del Ayuntamiento de Toronto. Al entrar en el edificio el jefe me pilla de inmediato y me saluda:
–«Hola Graeme, ¿qué tal? No te vemos hace mucho», dijo mi jefe.
–«Disculpe. Estaba enfermo y no he salido de casa en toda la semana», contesté.
–«Sabes que necesitas una baja médica, ¿verdad?»–«Sí lo sé. Lo que pasa es que todavía no he ido al médico. ¿Se la puedo dar mañana?»
–«Sí, sí. Está bien. Pero como no sabíamos si ibas a venir hoy, te remplazamos por alguien. Así que no hace falta que te quedes. Puedes volver mañana con la baja médica».
Así empieza mi vuelta a casa… Son las 07:00. «¡A dormir!», me digo en voz alta. No pienso ni por un segundo en ir al médico.
Soy afiliado del IWW desde hace casi un año. Me afilié cuando volví a Canadá después de vivir dos años en Santiago de Chile. Durante ocho meses tuve tres trabajos distintos en Toronto: de limpiador en un centro comunitario (el de arriba), en la pastelería de un supermercado carísimo y en la construcción. Trabajaba mucho, unas 45 horas a la semana y hasta 65 en verano, durante la temporada de la construcción. A pesar del horario pésimo que tenía, me iba bastante bien la mayor parte del tiempo. Estar ocupado a veces me ayuda, sobre todo porque conocía a gente y podía crear lazos de solidaridad. Eso equilibra mi salud mental. Compartir experiencias y condiciones de trabajo es un aspecto esencial de ese proceso. Sin embargo, los problemas de la realidad cotidiana en los lugares donde trabajaba siempre volvían a aparecer. Como una vez me dijo un compañero de trabajo: «No hagas nada; mejor escóndete. Lee en alguna parte de este maldito edificio… haz que ni siquiera piensen en ti».
Era egipcio y llevaba treinta años en Toronto, la mayoría de ellos como empleado del Ayuntamiento: recogía la basura, limpiaba centros comunitarios o las calles… Llevábamos unos ocho meses trabajando juntos y yo le estaba contando por qué había faltado al trabajo la semana anterior. Nos pusimos a conversar y le dije que los jefes se habían equivocado, que no me habían pagado la semana que falté ni las anteriores. Le decía que pensaba ir al sindicato para presentar una reclamación, que deberíamos hacer algo para que los jefes nos respetaran, cuando me dijo lo que mencioné arriba.
–«Siempre nos están cagando de una manera u otra», le dije. «O no te pagan o te cambian el horario sin avisar… Lo que sea, siempre igual. ¿Por qué hacer como si no pasara nada?»
–«Mira loco. Haz lo que quieras. Pero si los denuncias solo te van a causar más problemas. Puedes ir al sindicato, al juez, hablar con mil abogados… y aún así no conseguirías nada. Te vas a meter en toda esa burocracia peleándote con ellos durante ocho años y cuando al final lleguen a una decisión, te verás durmiendo en la calle, sin dinero y sin trabajo. Y mientras, todos los jefes habrán recibido subidas salariales. Se gastarán millones de dólares con tal de no pagarte cincuenta centavos. Así son y si quieres conservar este empleo será mejor que te calles y no hagas nada», me dijo.
Se le veía un poco molesto, quizás triste. Aunque estaba bien pagado y tenía antigüedad, ni por un segundo respetaba las reglas del juego. Era famoso porque dejaba de trabajar unos días si los jefes le acosaban. Así reservaba un poco de su libertad. Sus consejos eran reflejo del miedo y la impotencia que todos teníamos en mayor o menor medida. En el centro comunitario había pocos trabajadores con empleo estable. Miles de empleados trabajaban para el Ayuntamiento con contratos inestables de temporada, sin prestaciones laborales y con peores salarios que los empelados fijos.
La Administración Pública, gestora y propietaria de estos centros, fomentaba la competencia entre los trabajadores. Además, el sindicato no evitaba que hubiera diferentes clases de empleados dentro de su organización. Esto creó un ambiente de recelo, marcado por el estrés y el miedo. Faltaba la confianza en los demás, la solidaridad entre los trabajadores y el respeto por los que hacían un trabajo necesario pero no bien valorado. La propuesta implícita del sindicato: jubilarse sin causar problemas, si se podía, y huir antes de que lo privatizaran todo.
Durante esos meses en Toronto colaboré en la creación del Sindicato de Trabajadores de Reducción de Daños, afiliado al IWW, de trabajadores dedicados al tratamiento de la drogadicción. Al principio muchos afiliados nos decían que los sindicatos no los aceptaban en sus filas. Parecían discriminar a los trabajadores por las mismas razones que los contrataba: ellos mismos habían sido drogadictos, presidiarios e indigentes. Unos ganaban 10 dólares por tres horas de trabajo y en otros centros ganaban 15 dólares a la hora por hacer lo mismo. Trabajaban para ayuntamientos que dependían del Estado para ofrecer subvenciones por desempleo a sus empleados y poder así ahorrar dinero en sus presupuestos.
Organizamos el sindicato para luchar contra esta injusticia, contra el estigma de los trabajadores que habían vivido en la pobreza y que la Administración ni siquiera consideraba como empleados. Les daban un trabajo como si fuera un acto de caridad. Queríamos también poner en práctica las tácticas de resistencia obrera y apoyo mutuo que la clase obrera ha ido desarrollando desde hace muchísimo tiempo.
La solidaridad, la acción directa y el apoyo entre los compañeros estaban en marcado contraste con los métodos burocráticos de los sindicatos tradicionales. En el centro comunitario, el sindicato anterior hacía el papel de representante de los trabajadores pero no conocía a sus afiliados. Esta era una organización hecha y dirigida por los mismos trabajadores. Se podía ver en la actitud y el entusiasmo de todos.
Ahora vivo en Buenos Aires y estoy afiliado de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA). La semana que viene, cuando termine los trámites de residencia y el visado, volveré a trabajar en la limpieza, esta vez en un teatro donde trabaja un compañero de la FORA. Se presenta nuevamente una oportunidad que no aproveché en mi último empleo: la oportunidad de organizar a los compañeros de trabajo y presentarles una alternativa. Será un trabajo precario y mal pagado, pero con la posibilidad de organizar a los compañeros.
A los 18 años me diagnosticaron una depresión profunda. Era la segunda vez que acababa en la consulta de una psicóloga amiga de mi familia. En los años siguientes iría a verla muchas más veces. Aceptar la ayuda de alguien se me hacía muy difícil en esa época, supongo que porque era muy joven. Aún creía en una soledad necesaria, en que tenía que resolver todo yo solo. Algo aprendido en la infancia, en el colegio… qué sé yo.
El énfasis que se da en los medios de comunicación a la idea de individuo totalmente autosuficiente se puede interiorizar de mil maneras. Lo que quiero decir es que solo con el apoyo de los demás he podido superar los sentimientos de impotencia, de miedo y alienación. Las raíces de la depresión son varias, demasiadas para tratarlas aquí. Sin embargo, las condiciones sociales del trabajo y las exigencias de una sociedad individualista son causas inseparables que contribuyen al sufrimiento de muchas personas. El individualismo intenta destruir los vínculos comunitarios y los lazos de solidaridad. La lucha contra de esta ideología debe basarse en lo contrario: la formación de una sociedad nueva donde esos lazos de unión entre individuos jueguen un papel esencial.
He querido contar historias cotidianas de resistencia en la organización obrera y de mi salud mental. Contar las experiencias solidarias, sin una jerarquía social, es también un proceso de creación en el que usamos la historia como ejemplo de herramienta de lucha popular y apoyo mutuo. Por supuesto este es solo el principio de un largo camino, pero ahora sé que la próxima vez que me acose la desesperación y la sobrecarga de trabajo podré contar con mis compañeros.